Consideraciones en torno al rol de la literatura y el arte en la configuración de Latinoamérica.
La configuración del ideario latinoamericano, a través de su historia, sin duda constituye un parto difícil y no menos doloroso. En cuanto a su desarrollo peculiar podemos destacar el hecho de que, justamente, dicha singularidad probablemente esté afincada en cierto anhelo de distinción y autorización en cuanto a propiedad identitaria se refiere. Un constante movimiento de búsqueda interna de elementos claves que permitan ser conformados como estructura integral, donde, a su vez, las diferentes partes del todo contengan en sí mismas el germen de la totalidad.
Aunque dicha búsqueda ha sido innegablemente productiva, en lo que a aparato crítico se refiere (y a tantas otras múltiples manifestaciones), tales apartados no han conseguido, incluso hasta ahora, dar cabida a la inmensa matriz de sentido que da origen al espacio latinoamericano. Sin embargo, la lucha no ha cesado, y en momentos en que nos ha parecido implacable el fracaso, desde recónditos intersticios culturales resurge una nueva potencia cultural que se empeña nuevamente en la batalla, la búsqueda se retoma con nuevos bríos instalando una renovada esperanza.
Decir “latinoamericano” constituye múltiples indeterminaciones, por lo tanto, utilizada como denominación en cualquiera de los ámbitos significativos, tiene carácter de imprecisión e incomodidad para que o quien se pretende designar bajo tal término. A raíz de esta misma situación conflictiva, entre signo y símbolo (entendidos como la representación lingüística externa al individuo y la representación mental interna, respectivamente), es que en este lado del mundo hayan emergido tantas manifestaciones críticas y revolucionarias en sí (principalmente en el ámbito político-social e intelectual).
Dicha condición problemática se encuentra latente desde los orígenes del ser latinoamericano, en tanto que este “es” se inaugura a partir del descubrimiento del territorio americano, como “nuevo mundo”, desde la perspectiva europea, y se perpetúa a través de la historia desde esta misma perspectiva. Es decir, América “aparece” desde que los ojos de Occidente vuelcan la mirada sobre ella, y no es sino a través de ellos que su existencia naciente (en apariencia) se inscribe y transcribe incluso para ser representada en su propio territorio “develado”. La interpretación de un territorio y una conciencia vivientes, concretos, planteada en tales términos incómodos e impropios, está arraigada en el fundamento básico de toda conciencia: el lenguaje; que, en nuestro caso americano, nos ha sido heredado a partir de una impostación: España descubriendo América, España colonizando América. Latinoamérica hablando español. En palabras de Henríquez Ureña cada idioma es una cristalización de modos de pensar y de sentir, y cuanto en él se escribe se baña en el color de su cristal[1].
Es así como, también, las principales estructuras que conforman la figura del estado en América Latina, son fruto de sucesivas incorporaciones de estructuras conformadas en el seno de Europa. Literatura y Arte, no escapan a ésta herencia de saberes y olvidos, impostados del viejo continente. El arte describe el paisaje de América Latina, la literatura narra el mismo paisaje; en ambos casos es la voz del otro la que enuncia lo que se enuncia, es la voz del otro la que otorga voz al yo (“el yo es otro”, como decía Rimbaud). Sabemos que ese otro está constituido por la fuerza conquistadora europea, la que afincada en la España de Colón, expande su territorio fueras de sus fronteras continentales, inmiscuyéndose en este nuevo mundo, que es tal, sólo para el ajeno, el que precisamente lo cataloga así, en la real dependencia instalada por el conocimiento de su propio mundo: el viejo. De esta forma, el comienzo de la denominación de este vasto territorio, está condicionada por la enunciación foránea, la que no hace otra cosa que determinar lo impropio (el nuevo continente), en la acepción de negatividad de lo que él es: América es pensada como España sin España.
De esta suerte de emergencia conceptual de América, desprendemos diversos y complejos problemas: 1.- que la lengua que habla y da el habla a América arrastrará, indefectiblemente, la impostación originaria de la antigua Castilla. 2.- Que las ideas identirarias, que definirían lo que es ser latinoamericano, tienden a diluirse en la ambigüedad propia que trae consigo el hecho de tener que nombrarse a sí mismo con nombres prestados y que, a su vez, se define como “distinto de lo nuestro”. 3.- que, así mismo, el lugar del intelectual (literato, artista, etc.) queda instalado en el desgarro que constituye su propio sitial: a saber, que la propia formación intelectual se fundamenta en la tradición europea, con lo que el pensar se tornaría siempre un volverse hacia la madre Europa, o (como lo decía Borges) el intelectual sería un exiliado de Europa en América.
Lejos de pretender resolver este nudo complejísimo, referente a la enunciación (y la naturaleza de la voz que enuncia) de lo que sería Latinoamérica, nos contentaremos acá, con presentar dichos nudos. De este modo, podríamos instalar al menos dos corrientes que, tanto en literatura como en arte, ha dominado el decurso histórico de la tradición, de lo que se suele entender como historia del desarrollo del espíritu, al interior de nuestra Latinoamérica.
El primero de ellos, y siguiendo el planteamiento de Pedro Henríquez Ureña en el Descontento y La Promesa (1926), es identificar la vertiente americanista. Ésta tradición, se emparienta de muy buen modo con la literatura descriptiva (pensemos incluso desde los albores literarios indigenistas), como así también, con el campo abierto por la pintura impresionista: en ambos ámbitos de producción, la profusión de paisajes tienden a difuminar la “apariencia real” (si es que el oximorón se nos permite) de lo que sería el entorno natural de la naciente América. Bástenos citar la impresión y descripción que el propio Sarmiento realiza de Río de Janeiro:
Los insectos son carbunelos o rubíes, las mariposas planillas de oro flotantes, pintadas las aves, que engalanan penachos y decoraciones fantásticas, verde esmeralda la vegetación, embalsamadas y purpúreas las flores, tangible la luz del cielo, azul cobalto, el aire, doradas a fuego las nubes, rojal la tierra y las arenas entremezcladas de diamantes y de topacios[2].
Tal como apunta Henríquez Ureña, con este tipo de descripciones, el avance no es mucho mayor que el aporte de los conquistadores, en materia de narración de lo que para ellos es América. La exaltación y confianza en que la esencia Latinoamericana es el exotismo que pueda lucir frente a las naciones que en ellas depositan su contemplación, parece ser el rasgo aunador de esta corriente americanista. En este plano, la figura del autóctono, no correría otra suerte que la de perderse en envejecidas y melancólicas rememoraciones de lo que alguna vez fue, o como lo decía Martí “el espíritu de los hombres flota sobre la tierra en que vivieron, y se le respira”; inspiraciones que sólo adentran ausencias, que a su vez son travestidas de presencias que inscriben dentro de sí mismas, la marca de la impropia fuerza exotista. Poco diremos de ese otro americanismo, que pugna por centrar su palabra y discurso, sólo en el Nuevo Mundo. El propio Ureña plantea: esa formula sencilla (…) la hemos alcanzado en momentos felices, la expresión vívida que perseguimos. –y agrega sentenciando lo anterior- En momentos felices, recordémoslo[3]. Pretendemos hacer notar, que este último esfuerzo de enunciación, encubre la ilusión de un aislamiento aséptico, como así también la soterrada esperanza de lograr el discurso gozoso completa y absolutamente latinoamericano.
Por otra parte, y en nuestro manifiesto afán de síntesis, apuntamos lo que podría denominarse la corriente europeizante, para referir a esos agentes de discurso que sólo vuelven su mirada hacia la Europa fundadora, y que pareciendo haber dado por perdida la batalla (si es que consideramos como batalla la perpetua búsqueda de un modo de señalarnos a nosotros mismos que realmente nos pertenezca), se muestran descontentos hasta de nuestra naturaleza (…) y creen que nuestra función no será crear, comenzando desde los principios, yendo a la raíz de las cosas, sino continuar, proseguir, desarrollar, sin romper tradiciones ni enlaces.[4]
Estaríamos tentados a conceder, el beneficio de la sensatez a estos europeizantes; a conceder como cierto que al menos en literatura, la marca de la Europa vieja es imborrable, en cuanto (y cada vez se torna más heroico pensar en aquello, a la vez que digno de mantener a cautelosa distancia) no inventemos nuestro propio modo de habla, y el habla de Castilla, sea un bello recuerdo despuntando en un horizonte superado. Es más: si es que observamos nuestra constitución política, la raíz de nuestra estructura social, es emanada de Europa: tanto el descubrimiento de América, como el renacimiento italiano y la Revolución Francesa, marcan el devenir de las naciones latinoamericanas, al tiempo que establecen la diferencia con los Estados Unidos, los cuales “gozan” de una mayor influencia Inglesa-reformista. Pero aceptar todo esto sin más, es condenar el intento de búsqueda de un habla que nos hable, al más completo fracaso, que incluso la mera elucubración de la misma, se nos presentaría como vana. A pesar de deber todo a Europa, América no es Europa, y la idea de España fuera de España comienza a perder fuerza entre nosotros. Pues ante un influjo tan embarazoso y de pesada tradición cultural, quizás la alternativa a seguir, no se encuentre en la absoluta negación o aceptación de la misma: quizás la cuestión a desarrollar sea algo mucho más sutil, y no por eso menos potente; el transitar entre dos polos deberá abrir paso a modo de gradaciones, la que tomando elementos de una y otra corriente, conformarán una suerte de integración crítica, tendiente a suavizar las homologías culturales provenientes de la herencia Europea, y remarcar los resplandecientes destellos que propiamente se pueden llamar latinoamericanos, es decir, ensalzar el sustrato cultural original.
Si anteriormente nos hemos referido a la producción cultural (arte, literatura, música, etc.) como espacio depositario de la herencia cultural europea, debiéramos volver sobre ello, y enfatizar la real importancia que la producción cultural otorga a Latinoamérica (aunque dicha importancia es fácilmente extrapolable a nivel de la humanidad). La mayor parte de los conocimientos que tenemos de las civilizaciones americanas precolombinas, son dados gracias al acucioso estudio de sus producciones artísticas. Si bien, dicho concepto es difícilmente aplicable (en su acepción moderna) a estos pueblos, debido al sustrato funcional que manifestaban estos objetos para ellos mismos, debemos, sin embargo, concordar que, la información que manejamos, por ejemplo de su diario vivir, está grabada laboriosamente en las producciones anteriormente aludidas. El cántaro de greda utilizado para el ritual azteca, la historia mitológica que regía la suerte de los hombres indígenas de América Latina, llega a nosotros por la imborrable huella escritural, que dichos personajes decidieron inscribir, de una vez y para siempre, en la historia propiamente tal. Si incluso, aventurándonos, podríamos decir que la historia misma del hombre no es más que la gran narración, a posteriori, que el hombre ha hecho de sí mismo, salvando la distancia entre el hecho en sí y su narración (escrita u oral) que puede llegar a establecerse con años de desfase. Arribamos de este modo, a un planteamiento siempre complicado: que la propia historia del hombre, pueda ser considerada como literatura, como creación, como obra de arte, y que el propio creador, levante su existencia en el olvido constitutivo de que las cosas no fueron como sabemos que fueron, ya que el saber es leer, y se lee lo escrito, escrito que ahora consideramos como literatura. Como planteaba Nietzsche: la historia de la humanidad como la gran fábula, revisitada una y otra vez, perpetuamente, intentando explicar lo inexplicable.
Es éste afán de trascender lo meramente momentáneo, lo material, la escasa duración de la vida misma del hombre, lo que comporta la real importancia de la literatura y el arte en la configuración de Latinoamérica: podemos decir que nuestra historia será lo que nosotros queramos que sea, pues somos nosotros los que la escribimos en el decurso temporal de nuestras sociedades. Sabemos que la cultura es ese algo más, que lejos de competir con el avance tecnológico de Nuestra América, lo complementa, a la vez que le indica la alternancia en la dirigencia de un pueblo tan grande como el latinoamericano. Si la literatura viene a llenar ese vacío espiritual que ha dejado la racionalidad técnica de nuestros tiempos (razón instrumental según los frankfurtianos), el arte por su parte, se ha esmerado en fomentar la idea de que es en el interior de su espacio, tan difuso hoy por hoy, en donde todos los mundos son realizables, pagando el precio de olvidarse de las leyes regentes de la cotidianeidad. Y si las producciones dirigidas hacia el interior del espíritu humano están otorgando las claves, para lograr tener una vida más viva, ¿que sucede con el arte y la literatura en nuestra Latinoamérica actual? ¿ocupa el lugar que en un comienzo prometió que ocuparía? ¿no son acaso la literatura de best seller o la publicidad, las producciones que han desterrado a la literatura y al arte de su sitial? Y en esta óptica un tanto pesimista, y considerando a la literatura y al arte, como producciones similares, en cuanto enriquecen el espíritu humano, ¿no estaremos asistiendo (o habrá acontecido ya) al olvido, por parte de la literatura y el arte, de ese afán de trascendentalidad que cobijaban en su seno en un pasado que nos parece ahora remoto? ¿no estaremos considerando al arte y a la literatura como un juego? Y si así es: el arte reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente, pirotecnia del ingenio, acaba en hastío.[5]
El desinterés de la sociedad actual, tanto en la literatura y el arte, a nivel latinoamericano, sin duda podría trasuntarse en el desinterés propio del latinoamericano de no esforzarse por afirmar y retener, de una vez y para siempre, su identidad. Tal parece que la globalización capitalista, convence de que somos ciudadanos del mundo, agentes cosmopolitas; lo que, sin embargo, borra y sepulta las diferencias sociales, religiosas, culturales y políticas, que los integrantes de este aldea global mantienen sofocadas dentro de la cultura planetaria, imponiendo como premisa fundamental (e inalterable so pena de excomunión social) el beneficio económico en el ámbito personal. Bajo esta perspectiva, el arte y la literatura, se presentan como dimitentes en esta brega subverticia, declarada con la instauración del neoliberalismo económico, como modelo de aplicabilidad mundial.
Si las artes y las letras no se apagan, -decía Ureña allá por 1926- tenemos derecho a considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja donde ahora guardamos nuestras escasa joyas, y no tendremos por qué temer al sello ajeno del idioma en que escribimos, por que para entonces habrá pasado a estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español.[6]
Largo tiempo ha transcurrido ya desde 1926. Al parecer aún seguimos esperando dicho traslado del eje espiritual del mundo español a tierras latinoamericanas. Quizás no nos hemos cuestionado concientemente, si el eje verdaderamente ha de cambiar.
La configuración del ideario latinoamericano, a través de su historia, sin duda constituye un parto difícil y no menos doloroso. En cuanto a su desarrollo peculiar podemos destacar el hecho de que, justamente, dicha singularidad probablemente esté afincada en cierto anhelo de distinción y autorización en cuanto a propiedad identitaria se refiere. Un constante movimiento de búsqueda interna de elementos claves que permitan ser conformados como estructura integral, donde, a su vez, las diferentes partes del todo contengan en sí mismas el germen de la totalidad.
Aunque dicha búsqueda ha sido innegablemente productiva, en lo que a aparato crítico se refiere (y a tantas otras múltiples manifestaciones), tales apartados no han conseguido, incluso hasta ahora, dar cabida a la inmensa matriz de sentido que da origen al espacio latinoamericano. Sin embargo, la lucha no ha cesado, y en momentos en que nos ha parecido implacable el fracaso, desde recónditos intersticios culturales resurge una nueva potencia cultural que se empeña nuevamente en la batalla, la búsqueda se retoma con nuevos bríos instalando una renovada esperanza.
Decir “latinoamericano” constituye múltiples indeterminaciones, por lo tanto, utilizada como denominación en cualquiera de los ámbitos significativos, tiene carácter de imprecisión e incomodidad para que o quien se pretende designar bajo tal término. A raíz de esta misma situación conflictiva, entre signo y símbolo (entendidos como la representación lingüística externa al individuo y la representación mental interna, respectivamente), es que en este lado del mundo hayan emergido tantas manifestaciones críticas y revolucionarias en sí (principalmente en el ámbito político-social e intelectual).
Dicha condición problemática se encuentra latente desde los orígenes del ser latinoamericano, en tanto que este “es” se inaugura a partir del descubrimiento del territorio americano, como “nuevo mundo”, desde la perspectiva europea, y se perpetúa a través de la historia desde esta misma perspectiva. Es decir, América “aparece” desde que los ojos de Occidente vuelcan la mirada sobre ella, y no es sino a través de ellos que su existencia naciente (en apariencia) se inscribe y transcribe incluso para ser representada en su propio territorio “develado”. La interpretación de un territorio y una conciencia vivientes, concretos, planteada en tales términos incómodos e impropios, está arraigada en el fundamento básico de toda conciencia: el lenguaje; que, en nuestro caso americano, nos ha sido heredado a partir de una impostación: España descubriendo América, España colonizando América. Latinoamérica hablando español. En palabras de Henríquez Ureña cada idioma es una cristalización de modos de pensar y de sentir, y cuanto en él se escribe se baña en el color de su cristal[1].
Es así como, también, las principales estructuras que conforman la figura del estado en América Latina, son fruto de sucesivas incorporaciones de estructuras conformadas en el seno de Europa. Literatura y Arte, no escapan a ésta herencia de saberes y olvidos, impostados del viejo continente. El arte describe el paisaje de América Latina, la literatura narra el mismo paisaje; en ambos casos es la voz del otro la que enuncia lo que se enuncia, es la voz del otro la que otorga voz al yo (“el yo es otro”, como decía Rimbaud). Sabemos que ese otro está constituido por la fuerza conquistadora europea, la que afincada en la España de Colón, expande su territorio fueras de sus fronteras continentales, inmiscuyéndose en este nuevo mundo, que es tal, sólo para el ajeno, el que precisamente lo cataloga así, en la real dependencia instalada por el conocimiento de su propio mundo: el viejo. De esta forma, el comienzo de la denominación de este vasto territorio, está condicionada por la enunciación foránea, la que no hace otra cosa que determinar lo impropio (el nuevo continente), en la acepción de negatividad de lo que él es: América es pensada como España sin España.
De esta suerte de emergencia conceptual de América, desprendemos diversos y complejos problemas: 1.- que la lengua que habla y da el habla a América arrastrará, indefectiblemente, la impostación originaria de la antigua Castilla. 2.- Que las ideas identirarias, que definirían lo que es ser latinoamericano, tienden a diluirse en la ambigüedad propia que trae consigo el hecho de tener que nombrarse a sí mismo con nombres prestados y que, a su vez, se define como “distinto de lo nuestro”. 3.- que, así mismo, el lugar del intelectual (literato, artista, etc.) queda instalado en el desgarro que constituye su propio sitial: a saber, que la propia formación intelectual se fundamenta en la tradición europea, con lo que el pensar se tornaría siempre un volverse hacia la madre Europa, o (como lo decía Borges) el intelectual sería un exiliado de Europa en América.
Lejos de pretender resolver este nudo complejísimo, referente a la enunciación (y la naturaleza de la voz que enuncia) de lo que sería Latinoamérica, nos contentaremos acá, con presentar dichos nudos. De este modo, podríamos instalar al menos dos corrientes que, tanto en literatura como en arte, ha dominado el decurso histórico de la tradición, de lo que se suele entender como historia del desarrollo del espíritu, al interior de nuestra Latinoamérica.
El primero de ellos, y siguiendo el planteamiento de Pedro Henríquez Ureña en el Descontento y La Promesa (1926), es identificar la vertiente americanista. Ésta tradición, se emparienta de muy buen modo con la literatura descriptiva (pensemos incluso desde los albores literarios indigenistas), como así también, con el campo abierto por la pintura impresionista: en ambos ámbitos de producción, la profusión de paisajes tienden a difuminar la “apariencia real” (si es que el oximorón se nos permite) de lo que sería el entorno natural de la naciente América. Bástenos citar la impresión y descripción que el propio Sarmiento realiza de Río de Janeiro:
Los insectos son carbunelos o rubíes, las mariposas planillas de oro flotantes, pintadas las aves, que engalanan penachos y decoraciones fantásticas, verde esmeralda la vegetación, embalsamadas y purpúreas las flores, tangible la luz del cielo, azul cobalto, el aire, doradas a fuego las nubes, rojal la tierra y las arenas entremezcladas de diamantes y de topacios[2].
Tal como apunta Henríquez Ureña, con este tipo de descripciones, el avance no es mucho mayor que el aporte de los conquistadores, en materia de narración de lo que para ellos es América. La exaltación y confianza en que la esencia Latinoamericana es el exotismo que pueda lucir frente a las naciones que en ellas depositan su contemplación, parece ser el rasgo aunador de esta corriente americanista. En este plano, la figura del autóctono, no correría otra suerte que la de perderse en envejecidas y melancólicas rememoraciones de lo que alguna vez fue, o como lo decía Martí “el espíritu de los hombres flota sobre la tierra en que vivieron, y se le respira”; inspiraciones que sólo adentran ausencias, que a su vez son travestidas de presencias que inscriben dentro de sí mismas, la marca de la impropia fuerza exotista. Poco diremos de ese otro americanismo, que pugna por centrar su palabra y discurso, sólo en el Nuevo Mundo. El propio Ureña plantea: esa formula sencilla (…) la hemos alcanzado en momentos felices, la expresión vívida que perseguimos. –y agrega sentenciando lo anterior- En momentos felices, recordémoslo[3]. Pretendemos hacer notar, que este último esfuerzo de enunciación, encubre la ilusión de un aislamiento aséptico, como así también la soterrada esperanza de lograr el discurso gozoso completa y absolutamente latinoamericano.
Por otra parte, y en nuestro manifiesto afán de síntesis, apuntamos lo que podría denominarse la corriente europeizante, para referir a esos agentes de discurso que sólo vuelven su mirada hacia la Europa fundadora, y que pareciendo haber dado por perdida la batalla (si es que consideramos como batalla la perpetua búsqueda de un modo de señalarnos a nosotros mismos que realmente nos pertenezca), se muestran descontentos hasta de nuestra naturaleza (…) y creen que nuestra función no será crear, comenzando desde los principios, yendo a la raíz de las cosas, sino continuar, proseguir, desarrollar, sin romper tradiciones ni enlaces.[4]
Estaríamos tentados a conceder, el beneficio de la sensatez a estos europeizantes; a conceder como cierto que al menos en literatura, la marca de la Europa vieja es imborrable, en cuanto (y cada vez se torna más heroico pensar en aquello, a la vez que digno de mantener a cautelosa distancia) no inventemos nuestro propio modo de habla, y el habla de Castilla, sea un bello recuerdo despuntando en un horizonte superado. Es más: si es que observamos nuestra constitución política, la raíz de nuestra estructura social, es emanada de Europa: tanto el descubrimiento de América, como el renacimiento italiano y la Revolución Francesa, marcan el devenir de las naciones latinoamericanas, al tiempo que establecen la diferencia con los Estados Unidos, los cuales “gozan” de una mayor influencia Inglesa-reformista. Pero aceptar todo esto sin más, es condenar el intento de búsqueda de un habla que nos hable, al más completo fracaso, que incluso la mera elucubración de la misma, se nos presentaría como vana. A pesar de deber todo a Europa, América no es Europa, y la idea de España fuera de España comienza a perder fuerza entre nosotros. Pues ante un influjo tan embarazoso y de pesada tradición cultural, quizás la alternativa a seguir, no se encuentre en la absoluta negación o aceptación de la misma: quizás la cuestión a desarrollar sea algo mucho más sutil, y no por eso menos potente; el transitar entre dos polos deberá abrir paso a modo de gradaciones, la que tomando elementos de una y otra corriente, conformarán una suerte de integración crítica, tendiente a suavizar las homologías culturales provenientes de la herencia Europea, y remarcar los resplandecientes destellos que propiamente se pueden llamar latinoamericanos, es decir, ensalzar el sustrato cultural original.
Si anteriormente nos hemos referido a la producción cultural (arte, literatura, música, etc.) como espacio depositario de la herencia cultural europea, debiéramos volver sobre ello, y enfatizar la real importancia que la producción cultural otorga a Latinoamérica (aunque dicha importancia es fácilmente extrapolable a nivel de la humanidad). La mayor parte de los conocimientos que tenemos de las civilizaciones americanas precolombinas, son dados gracias al acucioso estudio de sus producciones artísticas. Si bien, dicho concepto es difícilmente aplicable (en su acepción moderna) a estos pueblos, debido al sustrato funcional que manifestaban estos objetos para ellos mismos, debemos, sin embargo, concordar que, la información que manejamos, por ejemplo de su diario vivir, está grabada laboriosamente en las producciones anteriormente aludidas. El cántaro de greda utilizado para el ritual azteca, la historia mitológica que regía la suerte de los hombres indígenas de América Latina, llega a nosotros por la imborrable huella escritural, que dichos personajes decidieron inscribir, de una vez y para siempre, en la historia propiamente tal. Si incluso, aventurándonos, podríamos decir que la historia misma del hombre no es más que la gran narración, a posteriori, que el hombre ha hecho de sí mismo, salvando la distancia entre el hecho en sí y su narración (escrita u oral) que puede llegar a establecerse con años de desfase. Arribamos de este modo, a un planteamiento siempre complicado: que la propia historia del hombre, pueda ser considerada como literatura, como creación, como obra de arte, y que el propio creador, levante su existencia en el olvido constitutivo de que las cosas no fueron como sabemos que fueron, ya que el saber es leer, y se lee lo escrito, escrito que ahora consideramos como literatura. Como planteaba Nietzsche: la historia de la humanidad como la gran fábula, revisitada una y otra vez, perpetuamente, intentando explicar lo inexplicable.
Es éste afán de trascender lo meramente momentáneo, lo material, la escasa duración de la vida misma del hombre, lo que comporta la real importancia de la literatura y el arte en la configuración de Latinoamérica: podemos decir que nuestra historia será lo que nosotros queramos que sea, pues somos nosotros los que la escribimos en el decurso temporal de nuestras sociedades. Sabemos que la cultura es ese algo más, que lejos de competir con el avance tecnológico de Nuestra América, lo complementa, a la vez que le indica la alternancia en la dirigencia de un pueblo tan grande como el latinoamericano. Si la literatura viene a llenar ese vacío espiritual que ha dejado la racionalidad técnica de nuestros tiempos (razón instrumental según los frankfurtianos), el arte por su parte, se ha esmerado en fomentar la idea de que es en el interior de su espacio, tan difuso hoy por hoy, en donde todos los mundos son realizables, pagando el precio de olvidarse de las leyes regentes de la cotidianeidad. Y si las producciones dirigidas hacia el interior del espíritu humano están otorgando las claves, para lograr tener una vida más viva, ¿que sucede con el arte y la literatura en nuestra Latinoamérica actual? ¿ocupa el lugar que en un comienzo prometió que ocuparía? ¿no son acaso la literatura de best seller o la publicidad, las producciones que han desterrado a la literatura y al arte de su sitial? Y en esta óptica un tanto pesimista, y considerando a la literatura y al arte, como producciones similares, en cuanto enriquecen el espíritu humano, ¿no estaremos asistiendo (o habrá acontecido ya) al olvido, por parte de la literatura y el arte, de ese afán de trascendentalidad que cobijaban en su seno en un pasado que nos parece ahora remoto? ¿no estaremos considerando al arte y a la literatura como un juego? Y si así es: el arte reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente, pirotecnia del ingenio, acaba en hastío.[5]
El desinterés de la sociedad actual, tanto en la literatura y el arte, a nivel latinoamericano, sin duda podría trasuntarse en el desinterés propio del latinoamericano de no esforzarse por afirmar y retener, de una vez y para siempre, su identidad. Tal parece que la globalización capitalista, convence de que somos ciudadanos del mundo, agentes cosmopolitas; lo que, sin embargo, borra y sepulta las diferencias sociales, religiosas, culturales y políticas, que los integrantes de este aldea global mantienen sofocadas dentro de la cultura planetaria, imponiendo como premisa fundamental (e inalterable so pena de excomunión social) el beneficio económico en el ámbito personal. Bajo esta perspectiva, el arte y la literatura, se presentan como dimitentes en esta brega subverticia, declarada con la instauración del neoliberalismo económico, como modelo de aplicabilidad mundial.
Si las artes y las letras no se apagan, -decía Ureña allá por 1926- tenemos derecho a considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja donde ahora guardamos nuestras escasa joyas, y no tendremos por qué temer al sello ajeno del idioma en que escribimos, por que para entonces habrá pasado a estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español.[6]
Largo tiempo ha transcurrido ya desde 1926. Al parecer aún seguimos esperando dicho traslado del eje espiritual del mundo español a tierras latinoamericanas. Quizás no nos hemos cuestionado concientemente, si el eje verdaderamente ha de cambiar.
Referencias Bibliográficas:
Gorriti, Manuela Juana. El taller de la escritora. Lima-Buenos Aires (1876/7-1892). Beatriz Viterbo Editora, 1999.
Henríquez Ureña, Pedro. Ensayos. Santiago, Ed. Universitaria 1998.
Martí, José. José Martí y el equilibrio del Mundo. México. F.C.E, 2000.
Reyes, Alfonso. Obras completas. Tomo XIV. México, F.C.E, 1998.
Rodó, Enrique José. Ariel/ Motivos de Proteo. Buenos Aires, Ediciones Jackson, 1946.
[1] Henríquez Ureña, Pedro El Descontento y la Promesa. En Pedro Henríquez Ureña. Ensayos. Santiago, Ed. Universitaria 1998.
[2] Ureña, Henríquez Pedro. El descontento y la promesa. p 279-280 En Pedro Henríquez Ureña. Ensayos. Santiago, Ed. Universitaria 1998.
[3] Ibid. P 281.
[4] Ibid.
[5] Ibidem, p 285.
[6] Ibid. P
Henríquez Ureña, Pedro. Ensayos. Santiago, Ed. Universitaria 1998.
Martí, José. José Martí y el equilibrio del Mundo. México. F.C.E, 2000.
Reyes, Alfonso. Obras completas. Tomo XIV. México, F.C.E, 1998.
Rodó, Enrique José. Ariel/ Motivos de Proteo. Buenos Aires, Ediciones Jackson, 1946.
[1] Henríquez Ureña, Pedro El Descontento y la Promesa. En Pedro Henríquez Ureña. Ensayos. Santiago, Ed. Universitaria 1998.
[2] Ureña, Henríquez Pedro. El descontento y la promesa. p 279-280 En Pedro Henríquez Ureña. Ensayos. Santiago, Ed. Universitaria 1998.
[3] Ibid. P 281.
[4] Ibid.
[5] Ibidem, p 285.
[6] Ibid. P
No hay comentarios:
Publicar un comentario