El ejercicio letrado en Latinoamérica desde sus orígenes se constituye en una situación, por decirlo menos, incómoda, impropia. La letra nos llega a este lado del mundo con la violencia característica de la imposición. Nuestro continente se tiñe de sangre y, a la vez, se empapa de signos que lo consideran extraño. Lo indómito intenta ser subyugado en la trascripción de las primeras relaciones españolas que dan cuenta de un territorio maravilloso, y lo “nunca antes visto” pretende ser develado bajo la premisa de lo otro, lo extraño.
Los parámetros occidentales[1] no alcanzan a dar cuenta de aquello nuevo “descubierto”, no hay palabra para “decir” lo presenciado, y ante lo abismal de tal imposibilidad los primeros relatos despliegan la imaginación al extremo de configurar parajes fantásticos que hacen un recorrido desde lo angelical a lo bestial, desde lo paradisíaco a lo demoníaco.
Los primeros registros escriturales generados en Latinoamérica, se erigen en la impostura, es decir, surgen de un discurso deformado que se precia de ser auténtico y fiel al pensamiento que despliega. Esta condición forzada en la que se encuentra como discurso manipulado, impuro, cuya característica diferencial es la dicotomía no correspondiente entre lo que podríamos llamar “ideologema nativo” e “ideologema cultural”, con el primero intento referir a aquel imaginario cuya gran parte de su especificidad se funda en el carácter oral y vivencial de su discurso, en contraposición a la segunda mención centrada en determinado desarrollo cultural cuyo discurso se sustenta en lo simbólico[2], en la letra. Justamente es este carácter simbólico el que conforma una conciencia escindida del acontecer concreto, una suerte de desconocimiento de la realidad circundante del sujeto, acontecer que, dicho sea de paso, constituía un factor primordial para los primeros habitantes del territorio “americano”.
Cabe destacar que, como hecho significativo del proceso mencionado, la lengua indígena sobrevivirá como sustrato cultural, consecuentemente, en progresivo desaparecimiento, mientras que el imaginario simbólico extranjero, implantado como poderoso superestrato, principalmente a través del lenguaje, será influenciado a su vez y modificado fuertemente por el sustrato al cual ha dominado. Si bien la cultura hegemónica del imperio español ejerció fuerte influencia y arrancó gran parte de la cultura nativa, esta última no se ha extinguido totalmente, sino que ha pasado a conformar parte de la mixtura indisoluble de la experiencia cultural mestiza. El hombre americano se configura como un individuo bifronte, Pues, si bien por un lado necesita rescatar y dignificar su origen indígena suplantado con la llegada de los españoles a su territorio, por otro lado, no puede negar su tradición occidental, pues, su conciencia propiamente tal, es resultado de la “mezcla” entre estos dos ámbitos.
Ante tal realidad que se vuelve paulatinamente heterogénea, (siglos más tarde) surge la necesidad imperiosa por desentrañar aquello “propiamente latinoamericano”, sin embargo, dicha empresa es dirigida (y no podría ser de otra manera) por símbolos inmigrantes, y más bien, invasores, pues logran apoderarse del espacio -denominado a partir de los mismos como “latinoamericano”, dicha operación se lleva a cabo al punto de que hasta el ejercicio crítico concebido más alejadamente de tal nivel simbólico imperante, será “restringido y subyugado[3]” por este al momento mismo de arribar el discurso en tanto tal: como aparato comunicante de sentido -dicho discurso- se encuentra intervenido.
Es así como la reflexión crítica surge en la inflexión de un profundo conflicto interno, en la natural búsqueda del equilibrio, entre “lo mismo y lo otro” que forma parte de la experiencia cotidiana, compuesta por una sociedad absolutamente ambivalente, heterogénea, confusa en su integridad.
La noción de tener “dos orígenes” configura el problema básico identitario, disyuntiva que funciona como matriz de sentido de las más variadas problemáticas y reflexiones críticas, tales como la recién mencionada tensión incierta sobre el origen, como del rol del intelectual que requiere interpretar el presente y futuro inmediato a partir de su propio conflicto filial, donde la raíz genérica hasta nuestros días no conseguirá ser “pura”, sino “puramente mestiza”. La diferencia específica entonces, se encontraría, básicamente, –según la formulación de Cornejo Polar- en la heterogeneidad, constituida por un doble estatuto sociocultural[4], que “subsiste, pues, sea que se acepte la existencia de dos estructuras distintas, sea que, aceptando solo una, se distinga dentro de ella un polo hegemónico y otro dependiente”[5].
Uno de las posiciones intelectuales críticas al respecto, consideran como camino recurrente el rechazo a todo elemento considerado extranjero, occidental, pues evalúan tales elementos con valores negativos, partiendo principalmente de la premisa inicial que comentábamos antes: América fue profanada por Europa. Y los pasos a seguir, posteriores al rechazo inicial, serán la constante lucha y rescate de lo más propiamente americano, asunto que también fue comentado brevemente antes, principalmente en relación a que tal postura cae irremediablemente en un parcial fracaso, puesto que el instrumento básico de poder –el lenguaje- ha sido conquistado, y en cierto modo potencialmente arrebatado de las manos indígenas. Este camino es el que desarrolla, por ejemplo, el indigenismo[6].
Un segundo camino a recorrer postula como directriz fundamental la búsqueda de lo auténtico, al costo de no considerar necesariamente el lugar de procedencia de dicha autenticidad, lo que se observará, por ejemplo, en el afán generalizado de ciertos grupos intelectuales –principalmente en corrientes literarias y filosóficas- de fijar la mirada en la sabiduría y experiencia del Viejo Mundo, para que la “copia”, la reproducción sea, dentro de lo posible, lo más fiel al modelo original. Sin ir más lejos, pensemos en ciertas corrientes que se dijeron clasicistas, románticas, en la propia literatura.
Sin embargo, principalmente en los últimos años, ambas posiciones han ido decantando y des-radicalizando criterios, y el resultado ha sido, a grandes rasgos, una tercera forma de ver el problema, un cambio de perspectiva que desemboca en que, lejos de señalar la “heterogeneidad originaria” con caracteres negativos, se ha dado paso a considerarla, justamente, como el rasgo diferencial y propio que tanto se ha buscado[7]. Es decir, mientras unos rechazaban la mixtura constitutiva desde distintas perspectivas –afán americanista o europeizante- otros dirigían sus pasos por el camino del conciliamiento, que podríamos considerar como una tercera postura al respecto, postura que encuentra su centro autónomo en tanto el “mestizaje” latinoamericano constituiría lo autónomo y diferencial específico.
No obstante, sea cual sea la postura predominante, históricamente ciertos sectores han quedado relegados de tales discusiones. Se ha intentado esbozar la idea de la cultura letrada como el espacio desde donde se ejerce el poder, ya sea a nivel lógico intelectual, como en el caso de la literatura, o en los acontecimientos más bien políticos ligados a ciertos orígenes en tiempos conquista. Sin embargo, existen importantes sectores cuyas manifestaciones quedan fuera de las posiciones anteriormente expuestas.
Al parecer es relativamente claro el hecho de que al insertarse la letra en el continente, como símbolo de cultura y civilización, en tanto poder, establece como rasgo inherente cierta jerarquía, en una síntesis muy básica: diferencia entre quienes “dominan la letra” (señores) y quienes son dominados por ella (servidores o esclavos).
Los que ejercen el poder[8] (letrados) lo hacen sobre grandes masas iletradas, las que, al no poseer el bien cultural de la sabiduría simbólica, deben servir y aceptar lo ordenado por el rango superior. Es así como de un orden lógico (bien simbólico), la letra pasa a dominar un campo político concreto (bien económico).
Dentro del grupo de los excluidos de los bienes culturales y económicos, se encuentran en un número importantísimo, por ejemplo, las mujeres, en tanto se ubican en el margen de la cultura, de la política y lo economía, cuya situación revisamos a continuación. Sumado a esto, el factor genérico las relega definitivamente (por muchos siglos) a un espacio fuera de todo orden: el silencio.
En este espacio, justamente, el conflicto se acentúa constituyendo una tensión constante entre las voces que configuran este mundo y el deseo de un nuevo posicionamiento ideológico-social de la mujer. La voz, generada en la usurpación del discurso, se configura, generalmente, entre la experiencia sensible, el anhelo de la vida y la mediación de la jerarquía impuesta.
En este escenario excluyente, ¿Cómo puede el espacio femenino ajustarse a una sociedad, y más ampliamente a un mundo, que le exige la síntesis racional y el anulación de la experiencia sensible y concreta de su ser subjetivo?
Es por esto que la relación de la mujer y el ejercicio letrado está lejos de ser una relación pacífica, resuelta, sino que, por el contrario, constituye un aspecto en constante tensión y en perpetuo movimiento. No es una relación estática, sino más bien, un cuestionamiento dinámico, que permite una reflexión profunda en cuanto a los alcances y limitaciones que tiene el lenguaje a nivel cognoscitivo, expresivo, semántico y representativo: lenguaje en tanto poder.
Otra particularidad interesante en esta relación entre mujer, lenguaje y escritura, es la idea lúcida de la imposibilidad de expresión autónoma femenina. Si bien, todo diálogo intersubjetivo estará mediado por el lenguaje, el conflicto se define en términos de que si las ideas se estructuran en torno al lenguaje, es este quien las ordena y da principio a su existencia, y el lenguaje como tal (como principio ordenador) ha sido concebido y tradicionalmente perpetuado en términos falogocéntricos, por lo tanto, masculinos. Entonces, si toda idea es finalmente lenguaje, toda idea “traducida” en lenguaje será masculinizada (operación de dominación análoga al indigenismo referido en los primeros párrafos).
Quien habla, en tanto mujer, entra incluso en conflicto consigo misma, pues no consigue la estructura capaz de dar forma legítima a sus pensamientos; lo femenino no encuentra correspondiente en el sistema representativo de la lengua, por lo que no podrá manifestarse a través de tal sistema que le es impropio, y más aún, que la constituye como ajena.
Dentro de este mismo orden de cosas,
la identidad del hombre de Occidente es, también, el dique contra un cierto tipo de dialogismo, el genérico-sexual, ya que todo viaje de ida y vuelta solo se puede hacer dentro de los límites cercados por el Orden Simbólico patriarcal: no pasar la barrera del continente oscuro, innombrable, por cuanto no ha sido aún “conquistado”. En el ámbito de los géneros-sexuales, el diálogo solo es permitido bajo el sello de la conquista, la subordinación y el dominio. Corolario: el dialogismo es solo reservado para el otro-que-yo-soy, nunca para la-otra-que-estoy-siendo. [9]
Por lo tanto, si el ser latinoamericano puede ser considerado en torno a las exclusiones ejercidas sobre él, para pronto descubrir que el sentido de su especificad no pasa por apropiarse de aquello de lo que ha sido marginado, sino más bien por un recuperar y descubrir aquello que lo diferencia de lo hegemónico, así también, en el caso de la mujer latinoamericana la operación simbólica a realizar puede ser similar: concentrar sus esfuerzos no en luchar por la conquista de territorios “extranjeros” (por ejemplo masculinos), sino en la adquisición del conocimiento primario y fundamental para el consiguiente despliegue específico de su “ser mujer”, pues, sin duda los territorios conquistados hasta ahora llevan primeramente la impronta de dicha especificidad.
En síntesis, así como el ser crítico latinoamericano pudo apropiarse del discurso que lo “hacía” hablar, para subvertirlo y hablar con voz propia, así también es tarea de la mujer, subvertir el dominio tradicionalmente masculino del ejercicio letrado, para generar así su propio discurso, pues recordemos que, justamente la mirada crítica sobre la situación vigente, constituye el germen de toda rebeldía.
Bibliografía:
1. Rama, Angel La Ciudad Letrada, Tajamar Ediciones.
(Fotocopia sin información detallada).
2. Cornejo Polar, Antonio El Indigenismo y las Literaturas Heterogéneas, Su Doble Estatuto Cultural. En: Sobre Literatura y Crítica Latinoamericanas. Caracas. Ediciones de la Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 1982.
3. Oyarzún, Kemy Género y Etnia: Acerca del Dialogismo en América Latina. En: Revista Chilena de Literatura Nº 41, abril, 1992.
Fuentes Electrónica:
1. http://www.rae.es Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.
[1] Efectivamente, con Cortés encontramos los primeros signos de la decisión de la occidentalización de América, desde que este, como modelo del conquistador, se plantea en la superioridad frente al indígena, y no solo al indígena como individuo sino a toda la humanidad detrás de él. El conquistador, al reconocerse como tal, ya no como descubridor, ni expedicionario, se sitúa en el plano del poder, del derecho que prácticamente se auto- confiere en la relevancia de sus expectativas y la consecuente subyugación de los intereses del otro.
[2] El distanciamiento entre el acontecer concreto y las ideas, se genera en Occidente y, posteriormente, es transplantado también a América. Observa Angel Rama, citando a Foucault: (dicho distanciamiento) corresponde a ese momento crucial de la cultura de Occidente en que (…) las palabras comenzaron a separarse de las cosas y la triádica conjunción de unas y otras a través de la coyuntura cedió al binarismo de la Logique de Port Royal que teorizaría la independencia del orden de los signos. Las ciudades, las sociedades que las habitarán, los letrados que las explicarán, se fundan y desarrollan en el mismo tiempo en que el signo “deja de ser una figura del mundo, deja de estar ligado por lazos sólidos y secretos de la semejanza o de la afinidad a lo que marca”, empieza “a significar dentro del interior del conocimiento”, y “de él tomará su certidumbre o probabilidad”. Rama, Angel La Ciudad Letrada, Tajamar Editores, p.38.
[3] Términos según cierta perspectiva, revisada más adelante, que considera negativo cualquier elemento extranjero, ajeno al “ser” latinoamericano.
[4] Véase en detalle: Cornejo Polar, Antonio El Indigenismo y las Literaturas Heterogéneas, Su Doble Estatuto Cultural. En: Sobre Literatura y Crítica Latinoamericanas. Caracas. Ediciones de la Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 1982.
[5] Ïdem.
[6] También dentro de esta perspectiva podría encontrarse cierta línea crítica fuertemente feminista.
[7] Sobre un tipo específico de esta perspectiva nos detendremos más adelante, refiriéndose principalmente a ciertas literaturas latinoamericanas “femeninas”.
[8] Referido al poder simbólico y político.
[9] Oyarzún, Kemy Género y Etnia: Acerca del Dialogismo en América Latina. En: Revista Chilena de Literatura Nº 41, abril, 1992.
Los parámetros occidentales[1] no alcanzan a dar cuenta de aquello nuevo “descubierto”, no hay palabra para “decir” lo presenciado, y ante lo abismal de tal imposibilidad los primeros relatos despliegan la imaginación al extremo de configurar parajes fantásticos que hacen un recorrido desde lo angelical a lo bestial, desde lo paradisíaco a lo demoníaco.
Los primeros registros escriturales generados en Latinoamérica, se erigen en la impostura, es decir, surgen de un discurso deformado que se precia de ser auténtico y fiel al pensamiento que despliega. Esta condición forzada en la que se encuentra como discurso manipulado, impuro, cuya característica diferencial es la dicotomía no correspondiente entre lo que podríamos llamar “ideologema nativo” e “ideologema cultural”, con el primero intento referir a aquel imaginario cuya gran parte de su especificidad se funda en el carácter oral y vivencial de su discurso, en contraposición a la segunda mención centrada en determinado desarrollo cultural cuyo discurso se sustenta en lo simbólico[2], en la letra. Justamente es este carácter simbólico el que conforma una conciencia escindida del acontecer concreto, una suerte de desconocimiento de la realidad circundante del sujeto, acontecer que, dicho sea de paso, constituía un factor primordial para los primeros habitantes del territorio “americano”.
Cabe destacar que, como hecho significativo del proceso mencionado, la lengua indígena sobrevivirá como sustrato cultural, consecuentemente, en progresivo desaparecimiento, mientras que el imaginario simbólico extranjero, implantado como poderoso superestrato, principalmente a través del lenguaje, será influenciado a su vez y modificado fuertemente por el sustrato al cual ha dominado. Si bien la cultura hegemónica del imperio español ejerció fuerte influencia y arrancó gran parte de la cultura nativa, esta última no se ha extinguido totalmente, sino que ha pasado a conformar parte de la mixtura indisoluble de la experiencia cultural mestiza. El hombre americano se configura como un individuo bifronte, Pues, si bien por un lado necesita rescatar y dignificar su origen indígena suplantado con la llegada de los españoles a su territorio, por otro lado, no puede negar su tradición occidental, pues, su conciencia propiamente tal, es resultado de la “mezcla” entre estos dos ámbitos.
Ante tal realidad que se vuelve paulatinamente heterogénea, (siglos más tarde) surge la necesidad imperiosa por desentrañar aquello “propiamente latinoamericano”, sin embargo, dicha empresa es dirigida (y no podría ser de otra manera) por símbolos inmigrantes, y más bien, invasores, pues logran apoderarse del espacio -denominado a partir de los mismos como “latinoamericano”, dicha operación se lleva a cabo al punto de que hasta el ejercicio crítico concebido más alejadamente de tal nivel simbólico imperante, será “restringido y subyugado[3]” por este al momento mismo de arribar el discurso en tanto tal: como aparato comunicante de sentido -dicho discurso- se encuentra intervenido.
Es así como la reflexión crítica surge en la inflexión de un profundo conflicto interno, en la natural búsqueda del equilibrio, entre “lo mismo y lo otro” que forma parte de la experiencia cotidiana, compuesta por una sociedad absolutamente ambivalente, heterogénea, confusa en su integridad.
La noción de tener “dos orígenes” configura el problema básico identitario, disyuntiva que funciona como matriz de sentido de las más variadas problemáticas y reflexiones críticas, tales como la recién mencionada tensión incierta sobre el origen, como del rol del intelectual que requiere interpretar el presente y futuro inmediato a partir de su propio conflicto filial, donde la raíz genérica hasta nuestros días no conseguirá ser “pura”, sino “puramente mestiza”. La diferencia específica entonces, se encontraría, básicamente, –según la formulación de Cornejo Polar- en la heterogeneidad, constituida por un doble estatuto sociocultural[4], que “subsiste, pues, sea que se acepte la existencia de dos estructuras distintas, sea que, aceptando solo una, se distinga dentro de ella un polo hegemónico y otro dependiente”[5].
Uno de las posiciones intelectuales críticas al respecto, consideran como camino recurrente el rechazo a todo elemento considerado extranjero, occidental, pues evalúan tales elementos con valores negativos, partiendo principalmente de la premisa inicial que comentábamos antes: América fue profanada por Europa. Y los pasos a seguir, posteriores al rechazo inicial, serán la constante lucha y rescate de lo más propiamente americano, asunto que también fue comentado brevemente antes, principalmente en relación a que tal postura cae irremediablemente en un parcial fracaso, puesto que el instrumento básico de poder –el lenguaje- ha sido conquistado, y en cierto modo potencialmente arrebatado de las manos indígenas. Este camino es el que desarrolla, por ejemplo, el indigenismo[6].
Un segundo camino a recorrer postula como directriz fundamental la búsqueda de lo auténtico, al costo de no considerar necesariamente el lugar de procedencia de dicha autenticidad, lo que se observará, por ejemplo, en el afán generalizado de ciertos grupos intelectuales –principalmente en corrientes literarias y filosóficas- de fijar la mirada en la sabiduría y experiencia del Viejo Mundo, para que la “copia”, la reproducción sea, dentro de lo posible, lo más fiel al modelo original. Sin ir más lejos, pensemos en ciertas corrientes que se dijeron clasicistas, románticas, en la propia literatura.
Sin embargo, principalmente en los últimos años, ambas posiciones han ido decantando y des-radicalizando criterios, y el resultado ha sido, a grandes rasgos, una tercera forma de ver el problema, un cambio de perspectiva que desemboca en que, lejos de señalar la “heterogeneidad originaria” con caracteres negativos, se ha dado paso a considerarla, justamente, como el rasgo diferencial y propio que tanto se ha buscado[7]. Es decir, mientras unos rechazaban la mixtura constitutiva desde distintas perspectivas –afán americanista o europeizante- otros dirigían sus pasos por el camino del conciliamiento, que podríamos considerar como una tercera postura al respecto, postura que encuentra su centro autónomo en tanto el “mestizaje” latinoamericano constituiría lo autónomo y diferencial específico.
No obstante, sea cual sea la postura predominante, históricamente ciertos sectores han quedado relegados de tales discusiones. Se ha intentado esbozar la idea de la cultura letrada como el espacio desde donde se ejerce el poder, ya sea a nivel lógico intelectual, como en el caso de la literatura, o en los acontecimientos más bien políticos ligados a ciertos orígenes en tiempos conquista. Sin embargo, existen importantes sectores cuyas manifestaciones quedan fuera de las posiciones anteriormente expuestas.
Al parecer es relativamente claro el hecho de que al insertarse la letra en el continente, como símbolo de cultura y civilización, en tanto poder, establece como rasgo inherente cierta jerarquía, en una síntesis muy básica: diferencia entre quienes “dominan la letra” (señores) y quienes son dominados por ella (servidores o esclavos).
Los que ejercen el poder[8] (letrados) lo hacen sobre grandes masas iletradas, las que, al no poseer el bien cultural de la sabiduría simbólica, deben servir y aceptar lo ordenado por el rango superior. Es así como de un orden lógico (bien simbólico), la letra pasa a dominar un campo político concreto (bien económico).
Dentro del grupo de los excluidos de los bienes culturales y económicos, se encuentran en un número importantísimo, por ejemplo, las mujeres, en tanto se ubican en el margen de la cultura, de la política y lo economía, cuya situación revisamos a continuación. Sumado a esto, el factor genérico las relega definitivamente (por muchos siglos) a un espacio fuera de todo orden: el silencio.
En este espacio, justamente, el conflicto se acentúa constituyendo una tensión constante entre las voces que configuran este mundo y el deseo de un nuevo posicionamiento ideológico-social de la mujer. La voz, generada en la usurpación del discurso, se configura, generalmente, entre la experiencia sensible, el anhelo de la vida y la mediación de la jerarquía impuesta.
En este escenario excluyente, ¿Cómo puede el espacio femenino ajustarse a una sociedad, y más ampliamente a un mundo, que le exige la síntesis racional y el anulación de la experiencia sensible y concreta de su ser subjetivo?
Es por esto que la relación de la mujer y el ejercicio letrado está lejos de ser una relación pacífica, resuelta, sino que, por el contrario, constituye un aspecto en constante tensión y en perpetuo movimiento. No es una relación estática, sino más bien, un cuestionamiento dinámico, que permite una reflexión profunda en cuanto a los alcances y limitaciones que tiene el lenguaje a nivel cognoscitivo, expresivo, semántico y representativo: lenguaje en tanto poder.
Otra particularidad interesante en esta relación entre mujer, lenguaje y escritura, es la idea lúcida de la imposibilidad de expresión autónoma femenina. Si bien, todo diálogo intersubjetivo estará mediado por el lenguaje, el conflicto se define en términos de que si las ideas se estructuran en torno al lenguaje, es este quien las ordena y da principio a su existencia, y el lenguaje como tal (como principio ordenador) ha sido concebido y tradicionalmente perpetuado en términos falogocéntricos, por lo tanto, masculinos. Entonces, si toda idea es finalmente lenguaje, toda idea “traducida” en lenguaje será masculinizada (operación de dominación análoga al indigenismo referido en los primeros párrafos).
Quien habla, en tanto mujer, entra incluso en conflicto consigo misma, pues no consigue la estructura capaz de dar forma legítima a sus pensamientos; lo femenino no encuentra correspondiente en el sistema representativo de la lengua, por lo que no podrá manifestarse a través de tal sistema que le es impropio, y más aún, que la constituye como ajena.
Dentro de este mismo orden de cosas,
la identidad del hombre de Occidente es, también, el dique contra un cierto tipo de dialogismo, el genérico-sexual, ya que todo viaje de ida y vuelta solo se puede hacer dentro de los límites cercados por el Orden Simbólico patriarcal: no pasar la barrera del continente oscuro, innombrable, por cuanto no ha sido aún “conquistado”. En el ámbito de los géneros-sexuales, el diálogo solo es permitido bajo el sello de la conquista, la subordinación y el dominio. Corolario: el dialogismo es solo reservado para el otro-que-yo-soy, nunca para la-otra-que-estoy-siendo. [9]
Por lo tanto, si el ser latinoamericano puede ser considerado en torno a las exclusiones ejercidas sobre él, para pronto descubrir que el sentido de su especificad no pasa por apropiarse de aquello de lo que ha sido marginado, sino más bien por un recuperar y descubrir aquello que lo diferencia de lo hegemónico, así también, en el caso de la mujer latinoamericana la operación simbólica a realizar puede ser similar: concentrar sus esfuerzos no en luchar por la conquista de territorios “extranjeros” (por ejemplo masculinos), sino en la adquisición del conocimiento primario y fundamental para el consiguiente despliegue específico de su “ser mujer”, pues, sin duda los territorios conquistados hasta ahora llevan primeramente la impronta de dicha especificidad.
En síntesis, así como el ser crítico latinoamericano pudo apropiarse del discurso que lo “hacía” hablar, para subvertirlo y hablar con voz propia, así también es tarea de la mujer, subvertir el dominio tradicionalmente masculino del ejercicio letrado, para generar así su propio discurso, pues recordemos que, justamente la mirada crítica sobre la situación vigente, constituye el germen de toda rebeldía.
Bibliografía:
1. Rama, Angel La Ciudad Letrada, Tajamar Ediciones.
(Fotocopia sin información detallada).
2. Cornejo Polar, Antonio El Indigenismo y las Literaturas Heterogéneas, Su Doble Estatuto Cultural. En: Sobre Literatura y Crítica Latinoamericanas. Caracas. Ediciones de la Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 1982.
3. Oyarzún, Kemy Género y Etnia: Acerca del Dialogismo en América Latina. En: Revista Chilena de Literatura Nº 41, abril, 1992.
Fuentes Electrónica:
1. http://www.rae.es Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.
[1] Efectivamente, con Cortés encontramos los primeros signos de la decisión de la occidentalización de América, desde que este, como modelo del conquistador, se plantea en la superioridad frente al indígena, y no solo al indígena como individuo sino a toda la humanidad detrás de él. El conquistador, al reconocerse como tal, ya no como descubridor, ni expedicionario, se sitúa en el plano del poder, del derecho que prácticamente se auto- confiere en la relevancia de sus expectativas y la consecuente subyugación de los intereses del otro.
[2] El distanciamiento entre el acontecer concreto y las ideas, se genera en Occidente y, posteriormente, es transplantado también a América. Observa Angel Rama, citando a Foucault: (dicho distanciamiento) corresponde a ese momento crucial de la cultura de Occidente en que (…) las palabras comenzaron a separarse de las cosas y la triádica conjunción de unas y otras a través de la coyuntura cedió al binarismo de la Logique de Port Royal que teorizaría la independencia del orden de los signos. Las ciudades, las sociedades que las habitarán, los letrados que las explicarán, se fundan y desarrollan en el mismo tiempo en que el signo “deja de ser una figura del mundo, deja de estar ligado por lazos sólidos y secretos de la semejanza o de la afinidad a lo que marca”, empieza “a significar dentro del interior del conocimiento”, y “de él tomará su certidumbre o probabilidad”. Rama, Angel La Ciudad Letrada, Tajamar Editores, p.38.
[3] Términos según cierta perspectiva, revisada más adelante, que considera negativo cualquier elemento extranjero, ajeno al “ser” latinoamericano.
[4] Véase en detalle: Cornejo Polar, Antonio El Indigenismo y las Literaturas Heterogéneas, Su Doble Estatuto Cultural. En: Sobre Literatura y Crítica Latinoamericanas. Caracas. Ediciones de la Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 1982.
[5] Ïdem.
[6] También dentro de esta perspectiva podría encontrarse cierta línea crítica fuertemente feminista.
[7] Sobre un tipo específico de esta perspectiva nos detendremos más adelante, refiriéndose principalmente a ciertas literaturas latinoamericanas “femeninas”.
[8] Referido al poder simbólico y político.
[9] Oyarzún, Kemy Género y Etnia: Acerca del Dialogismo en América Latina. En: Revista Chilena de Literatura Nº 41, abril, 1992.
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